El ambiente político

Una de las cuestiones que está más presente en la novela Los mil nombres de la libertad es el panorama político reinante en los años en los que transcurre la historia. El hecho de que los personajes se entremezclen con nombres propios del gobierno y la política no es resultado del azar, sino que la relevancia de lo que se planteó en esa época, de los cambios que se produjeron, ha sido precisamente el leit motiv de la construcción de las tramas y el viaje de los protagonistas. A fin de cuentas, si una palabra resonó con especial fervor en el siglo XIX fue “libertad”, dulce conquista para aquellos que se sentían presos de un sistema caducado.

 
 

Todo sin el pueblo

Muchas veces, por simplificación, se resume el cambio surgido en el siglo XIX como una ruptura con el Antiguo Régimen, uniformando, con este nombre, cientos de años de gobierno, economía y sociedad. Con objeto de no caer en tal reduccionismo, vamos a centrarnos en la realidad política europea del siglo XVIII, a modo de antecedente de la época de la novela.


Interior de un pub. s. XVIII. @ Léonard Defrance. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Si analizamos el contexto político europeo del siglo XVIII, nos encontramos con ese fenómeno que suele estudiarse con la frase “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Hablamos del despotismo ilustrado, una forma de monarquía absoluta en la que, no obstante, permearon algunos valores de la Ilustración como, por ejemplo, la perspectiva de progreso. La letra pequeña en las buenas intenciones de modernizar los reinos era que todo proyecto pasaba por el tamiz de los designios del rey o reina absoluto.

¿Qué es eso de la monarquía absoluta?

Para comprender el régimen político de la monarquía absoluta debemos remontarnos al siglo XVI en el continente europeo. En este momento, la consolidación de los estados modernos y el aumento de poder de los reyes frente a los otros estamentos hizo que muchas monarquías evolucionaran del autoritarismo al absolutismo. Esta tendencia, iniciada en la Edad Media con el paso de la monarquía feudal a la autoritaria, quedó afianzada de forma definitiva durante el siglo XVIII, la centuria absolutista por excelencia. Una de las dinastías que mejor aplicó este sistema de gobierno fue la de los Borbones. Primero en Francia, con Luis XIV “el rey sol” como máximo representante. Y, desde 1700, en España.

Luis XIV @ Hyacinthe Rigaud. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Lo más característico del absolutismo era que el rey tenía todo el poder, sin más limitación que la ley divina y, en ciertos casos, la tradición. Era la máxima autoridad política, jurídica e incluso religiosa. No existía división de poderes. Su familia había sido elegida por Dios y en ella debía recaer el derecho de sucesión. El reino era de su propiedad y los habitantes de este eran sus súbditos (tanto privilegiados como no privilegiados), obligados a rendirle pleitesía.

¿Y en qué consistió la Ilustración?

Para hablar de Ilustración es preciso tener en cuenta que no fue una corriente surgida de forma espontánea, sino que, desde el siglo XV, el valor dado al conocimiento científico y a la razón humana fue in crescendo.

En el siglo XVII, nos topamos con un personaje fundamental para comprender lo que ocurrió en la centuria posterior, John Locke. Este profesor y filósofo británico, perteneciente a la corriente empirista y liberal, sentó las bases que influyeron no solo en la creación del parlamentarismo inglés o el constitucionalismo estadounidense, sino también en la concepción del estado liberal en países como Francia o España. Así, fue él quien planteó que todo poder debía tener límites y que, en ningún caso, debía concentrarse en una sola institución o persona, debía estar separado. Las normas de uso de ese poder debían quedar reflejadas en un documento, una Constitución, que debía garantizar la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos.

John Locke @ Godfrey Kneller. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Este discurso permeó en ciertos sectores de la aristocracia y la burguesía y fue tomando fuerza a lo largo del siglo XVIII. Casos como el recién estrenado parlamentarismo inglés, en el que habían cuajado algunas de estas ideas (ojo, no todas, nada es tan rápido), se desmarcaron del absolutismo reinante en el resto de Europa durante esa centuria. Pero, como decimos, las ideas de los empiristas y liberales como Locke (gracias al terreno arado en los siglos previos) habían llegado para quedarse.

De este modo, la razón se convirtió en la reina del siglo XVIII. Todo debía pasar por su filtro, solo ella conducía a la verdad, solo ella era luz en medio de la oscuridad de la ignorancia – de ahí lo de Siglo de las Luces -. Era preciso el progreso mediante el desarrollo técnico y científico de las sociedades, así como la libertad económica. Se puso en valor la naturaleza, se planteó la necesidad de la emancipación del hombre en todas las esferas de la vida, se alumbró el concepto de ciudadanía universal y se colocó a la felicidad como el fin al que debía aspirar todo ser humano, entre otras cuestiones.

Lo realmente curioso – o quizás no tanto – es que, si buscamos a los grandes nombres propios que sirvieron de altavoz de estos preceptos durante el siglo XVIII, tendremos que aterrizar en la Francia absolutista: Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Diderot... Gracias a ellos fue madurando el ideario. Algunos de sus defensores abogaron por el reformismo moderado, mientras que otros fueron adoptando posturas más reaccionarias con el paso de los años.

Voltaire @ Nicolas de Largillière. Wikimedia Commons. Dominio Público.



¿Y cómo se fusionaron dos conceptos tan dispares?

En el siglo XVIII, confluyeron estas dos realidades que llevaban gestándose muchas décadas. Y, aunque radicalmente opuestas en muchos sentidos, encontraron la forma de fusionarse. En las cortes europeas de esa centuria, con la salvedad de la monarquía parlamentaria inglesa, lo que había era absolutismo (como hemos visto, reyes que aglutinaban todo el poder). No obstante, algunos sectores de la aristocracia y la burguesía fueron convenciéndose de las bondades de los valores ilustrados a través de sus lecturas y tertulias.

Lectura en un salón del siglo s. XVIII @ Anicet Charles Gabriel Lemonnier. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Los reyes, quizás conscientes de que no podían nadar a contracorriente, aceptaron seguir algunos de los postulados reformistas. No obstante, los aplicaron “a la carta”. Esto es, escogieron aquellos que les interesaban, sobre todo en materia económica y educativa, e ignoraron los que podían poner en peligro ese orden que tanto los beneficiaba. Este modo selectivo y déspota de promover el progreso y la modernización en sus reinos es a lo que se refiere la mencionada etiqueta del "despotismo ilustrado".

Algunos de sus mayores representantes fueron Catalina la Grande de Rusia, Carlos III de España o Federico II de Prusia. De cualquier forma, y aunque el reformismo fue moderado, en estos reinos se fue creando en torno a las élites intelectuales un espacio ajeno a la potestad real que permitió el nacimiento de la opinión pública (todavía muy limitada a las capas altas de la pirámide social). Y en ella cupieron tanto los reacios al cambio como aquellos que, con mayor o menor intensidad, ansiaban terminar con el régimen vigente.

Catalina la Grande @Fedor Rokotov. Wikimedia Commons. Dominio Público.

 

Golpes en la mesa

Durante el verano de 1789, una tormenta perfecta de factores empujó a muchos franceses a levantarse en contra de su rey, Luis XVI. Aunque no fue el único condicionante, este proceso, que se extendió varios años, puso sobre la mesa la cuestión de la pervivencia de la monarquía absoluta en Francia. Los autores intelectuales habían leído a los ilustrados y defendían, entre otras cuestiones, el fin de los privilegios y de los elementos feudales de la sociedad, preconizaban que la razón era la vía hacia la verdad, proclamaban la necesidad de velar por la igualdad entre ciudadanos, por garantizar la libertad y proteger la propiedad. Defendían la división de poderes y la soberanía popular. El pueblo debía ser el nuevo rey.

Toma de la Bastilla @ Jean Pierre Houël. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Cien años antes, otra revolución había hecho lo propio con la monarquía absolutista de los Estuardo en Inglaterra. En ese caso, se consiguió instaurar una monarquía parlamentaria que, aunque con claroscuros, constituyó un primer paso hacia el liberalismo. También las trece colonias americanas habían logrado independizarse y fundar un nuevo estado a partir de un texto constitucional solo unos años antes. Sin embargo, en el caso de la Revolución Francesa, y pese a su obra y a su innegable influencia posterior, no logró su objetivo a corto plazo. La división interna y la pluralidad de luchas e intereses hizo que se pasara del Terror al gobierno autoritario y expansionista de Napoleón Bonaparte. En 1815, los Borbones volvieron a ocupar el trono francés y, en 1820, la mayoría conservadora del parlamento anhelaba la vuelta al Antiguo Régimen.

Mercado de ideas en España

Si algo es visible en las páginas de Los mil nombres de la libertad es la variedad de posturas y la complejidad existente en las primeras décadas del siglo XIX en España. Así, para estas líneas finales vamos a centrar el foco en la realidad española.

El ocaso del despotismo ilustrado

Si bien el mayor exponente del despotismo ilustrado en España fue Carlos III (1759-1788), el reinado de su hijo, Carlos IV (1788-1808) estuvo caracterizado por las primeras muestras de obsolescencia de esta fórmula dieciochesca. La Revolución Francesa, que estalló en el primer año de reinado del segundo, aunque condenada públicamente en la propaganda oficial, influyó en la opinión de un sector de las élites.

En la primera etapa del gobierno de Carlos IV (1788-1792), los mandatos del conde de Floridablanca y el conde de Aranda frenaron las reformas por miedo al contagio de la revolución. Así, entre otras medidas, se arreció la censura y se clausuraron los periódicos. En la segunda (1792-1808), con el imparable ascenso de Manuel Godoy como favorito de los reyes, centralizó en su persona el ejercicio del despotismo ilustrado: volvieron las reformas selectivas escogidas “a la carta”, pero en lugar del rey, era su jefe de gobierno quién decidía.

Godoy presenta la paz a Carlos IV @ Pau Montaña. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Como es de suponer, viniendo de una realidad, como hemos visto, en la que el monarca aglutinaba todo el poder, la existencia de un personaje como Godoy, agraciado con privilegios únicos, no gustó a todos. Procedente de una familia noble empobrecida, durante su periodo de influencia, se restableció la prensa, se apoyó la traducción de obras censuradas, se fomentó la cultura, se intentó implantar el método Pestalozzi en la Educación, se promovió la desamortización de ciertos bienes de la Iglesia, continuó la centralización de la administración, se puso freno a la creación de nuevos mayorazgos, se buscó aumentar el poder real frente al eclesiástico…

Este paquete de medidas – unido a las malas decisiones en política exterior del favorito - escoció a un grupo de la nobleza, que sintió que sus prebendas estaban en peligro y terminó encontrando en la figura del Príncipe de Asturias, el joven e influenciable heredero de Carlos IV, una alternativa a ese sinsentido reformista.

Fernando VII de niño @ Ramón Bayeu. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Se formaron así dos “partidos” o grupos en el seno de la corte en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX. El partido fernandino defendió la protección de los intereses de la nobleza y se esmeró en desprestigiar al favorito Godoy. Sus ardides terminaron desembocando en la abdicación de Carlos IV tras el motín de Aranjuez (1808).

Por su parte, entre los favorables o colaboradores del binomio Carlos IV-Godoy se encontraban algunos de los representantes más destacados de la última etapa de la Ilustración española como Leandro Fernández de Moratín o Pedro Estala. Manuel Godoy representó un término medio entre las aspiraciones de los ilustrados y los intereses de la monarquía absoluta de Carlos IV.

En tiempo de guerra

El reinado de Fernando VII (1808/1814-1833) no empezó con buen pie. Aunque sus partidarios lograron someter a su padre y la mano derecha de este en el motín de Aranjuez, unas semanas más tarde tuvo que entregar la corona al hermano de Napoleón, José Bonaparte. En este periodo de guerra, se formaron dos bandos diferenciados: los que reconocían a José I como monarca y los que mantuvieron su fidelidad a Fernando VII, convencidos de que su abdicación era forzosa e ilegítima.

El gran día de Gerona @ César Álvarez Dumon. Wikimedia Commons. Dominio Público.

 

Afrancesados

Entre los primeros, se encontraba un grupo que pasó a la Historia con el nombre de juramentados o “afrancesados”. Esta denominación ya existía con anterioridad en España y se utilizaba para designar a aquellos que imitaban o seguían las costumbres y modas de los franceses. Durante el reinado de José I, no obstante, el concepto adquirió una dimensión política y designó a los colaboracionistas del gobierno napoleónico. Los que apoyaron la ocupación por convicción, y no por intereses personales, se caracterizaron por provenir de los círculos ilustrados.

La capitulación de Madrid @ Antoine-Jean Gros. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Aunque Manuel Godoy había aplicado algunas reformas a dedo, las limitaciones impuestas por el absolutismo borbónico habían dejado en el tintero muchas de las propuestas como, por ejemplo, la abolición de la Inquisición. Estos hombres – que eran nobles, militares, intelectuales, clérigos, científicos…- vieron en la figura del hermano de Napoleón la posibilidad de modernizar el reino y racionalizar la administración. A fin de cuentas, los Bonaparte se movían en un espectro entre el absolutismo y las ideas revolucionarias.

De esta forma, en los años de invasión, se abrazó un nuevo código legislativo, el Estatuto de Bayona (1808) – carta otorgada que, sin reconocer la soberanía nacional, sí ponía límites al poder del monarca -, y se dio luz verde a la reforma de la administración, del clero, del territorio (con la creación de prefecturas y subprefecturas) y se fomentó la agricultura, el urbanismo, las artes, la ciencia, la industria…etc.


José Bonaparte, rey de España @ François Gérard. Wikimedia Commons. Dominio Público.

 

Patriotas

Aunque hubo muchos colaboracionistas, una gran parte de la población mantuvo su lealtad a Fernando VII. De forma espontánea, fueron organizando juntas por los distintos territorios y se fue construyendo así la estructura de oposición a José I. A medida que las tropas francesas fueron ganando posiciones, una parte de las élites intelectuales alineadas con este posicionamiento marcharon al último baluarte de resistencia, la ciudad de Cádiz.

Allí, al tiempo que resistía al sitio al que la tenían sometida las tropas francesas, se creó, entre 1810 y 1813, un ambiente político sin parangón en la Historia de España. Por primera vez en mucho tiempo, no había rey absoluto presente (ni tampoco favorito). Solo una Regencia que fue cambiando sus integrantes de forma constante.

Ataque a Cádiz @ Rowanwindwhistler. Wikimedia Commons. CC BY-SA 4.0.


En Cádiz, en sus cafés, tertulias, calles y periódicos, hubo espacio para las dos principales posturas de ese momento entre los partidarios del rey Borbón. Por un lado, estaban los absolutistas o serviles, reacios a las reformas y preocupados por garantizar el statu quo previo a la invasión. Por otra parte, estaban los liberales, defensores del cambio basado en los preceptos ilustrados franceses y del constitucionalismo anglosajón. Gracias a la acción de los más reformistas, se logró la convocatoria de cortes constituyentes en 1810 para que el reino tuviera su propia carta magna. Con diputados que comenzaron a venir de todas las partes del reino, incluido el otro lado del Atlántico, se empezó a trabajar en el texto. El día 19 de marzo de 1812 se promulgó oficialmente la primera Constitución española.

Promulgación de la Constitución de 1812 @ Salvador Viniegra. Wikimedia Commons.


En sus más de trescientos artículos, se puso sobre la mesa la idea de la soberanía nacional. Es decir, el pueblo es el soberano, no el rey. El reino no es propiedad de ninguna familia, sino de sus ciudadanos. Son estos los que deciden ceder una parte del poder al monarca, pero este debe ceñirse a las reglas del juego diseñadas por los representantes de la nación, los diputados. El poder, por tanto, no se concentra en unas solas manos y queda diferenciado en ejecutivo (rey y ministros), legislativo (cortes unicamerales elegidas por sufragio indirecto de hombres mayores de 25 años) y judicial (tribunales).

Así mismo, de forma dispersa, se incluyeron derechos como la igualdad ante la ley, la inviolabilidad del domicilio o el derecho a la educación. Se ofreció una organización alternativa a la vigente, con una mayor racionalización de la administración, alejándose de las fórmulas feudales, y una diferenciación de la Hacienda Pública y la Hacienda Real. Además, desde las cortes, se luchó por la abolición de los privilegios, de la Inquisición o de la tortura. La fidelidad a Fernando VII y a la Iglesia, elementos de la tradición que se consideraban parte del ADN del reino, estuvieron siempre fuera de debate entre las bancadas absolutista y liberal.

Portada de la Constitución de 1812 @ Pedro Nolasco Gasco y F. de Pilar. Wikimedia Commons. Dominio Público.


El sector servil, reacio a las reformas, se encargó de promover la inacción cuando, tras la aprobación de la Constitución, se convocaron las cortes ordinarias y obtuvieron mayoría. Favorecieron el papel de la Regencia y frenaron las iniciativas de los liberales a la espera de la vuelta del Deseado.

El regreso del rey

En 1814, Fernando VII, tras la firma del Tratado de Valençay (1813), pudo regresar a su reino y a su trono. Una de sus primeras medidas fue confirmar apoyos, entre los que encontró nuevos nombres y, por supuesto, algunos de los miembros del partido fernandino que había logrado derrocar a Carlos IV y a Godoy. Los que gozaron del favor real formaron una camarilla que se dedicó a influenciar y aconsejar al rey durante los siguientes años de reinado.

En estos partidarios hay que buscar la iniciativa de la redacción del Manifiesto de los Persas (1814), un escrito con el que se borró de un plumazo toda reforma realizada en ausencia del rey. Se activó así la persecución no solo de los afrancesados, sino también del sector reformista o liberal del bando que le había sido leal. De este modo, se retrocedió, en todos los sentidos, al estado de las cosas de 1808. Volvía el absolutismo, el poder sin límite del monarca, las reformas interesadas (ahora condicionadas por el criterio de la camarilla) y desaparecía la Constitución y la soberanía nacional.

Fernando VII @ Vicente López Portaña. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Así, durante los seis años de absolutismo que siguieron a este momento, las dos vertientes políticas de los que habían aguardado la vuelta de Fernando VII se distanciaron cada vez más. Solo una de ellas tenía espacio en la escena pública, pues toda oposición al rey estaba prohibida. Pero el monarca y sus partidarios no pudieron controlar que, en la clandestinidad, el crisol de posturas contrarias al absolutismo continuara tomando forma, conquistando poder y ganando adeptos entre las élites militares, económicas e intelectuales. Aquella puerta se había abierto durante la guerra y no iba a cerrarse jamás. Así lo demostraron los continuos pronunciamientos y conspiraciones para restablecer el régimen constitucional.

Breve triunfo de la revolución liberal

Las tintas se habían ido cargando durante seis años. Muchos de los caballeros que habían tenido un papel protagonista en Cádiz estaban en prisión o en el exilio. Pero las sociedades secretas y la actividad en la sombra permitieron que el anhelo de cambio se entremezclase con otras motivaciones y se ganara el favor de ciertos sectores del Ejército. Tras muchos fracasos, finalmente, el levantamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan consiguió resonar por otros rincones de la Península en el invierno de 1820 y se logró forzar a Fernando VII a jurar la Constitución de 1812.

Proclamación de la Constitución en Madrid @ Rowanwindwhistler at English. Wikimedia Commons. Dominio Público.


Como sabe esperar, aunque no tuvo más opción que aceptar la obra de Cádiz por la merma de apoyos, Fernando VII y sus aliados no se quedaron con los brazos cruzados. Así, al tiempo que parecían aceptar la vuelta a la luz de la oposición que tanto habían temido, organizaron una contrarrevolución absolutista que luchó por terminar con aquel experimento liberal.

Mientras tanto, el sector reformista dio la bienvenida a todos aquellos presos y exiliados. Por fin, después de seis años, iban a poder aplicar lo construido, aprobar nuevas reformas. No obstante, pronto empezaron a evidenciarse los matices y diferencias. No todos los liberales pensaban lo mismo. Como había ocurrido en la guerra entre los patriotas, los liberales habían luchado juntos por terminar con el absolutismo, pero, a partir de ese punto, sus caminos se fueron separando inevitablemente.

Aparecieron entonces dos vertientes diferenciadas: los moderados, más alineados con la Constitución de Cádiz e incluso dispuestos a elaborar un nuevo texto que contase con el apoyo de los sectores más conservadores, y los exaltados, partidarios de dar un paso más allá de la obra gaditana e incluso abiertos a la posibilidad de deponer al rey e instaurar una república. Estos dos sectores, y sus respectivas sociedades y periódicos, protagonizaron enfrentamientos durante los tres años que duró la experiencia liberal, aspecto que debilitó su poder y que fue aprovechado por la contrarrevolución absolutista.

Alegoría de la jura de la Constitución por Fernando VII, Rey de España @ Biblioteca Digital Memoria de Madrid, España. Licencia CC BY-NC.


Ayudados por un ejército procedente de la Francia restaurada de Luis XVIII - los Cien Mil Hijos de San Luis - los partidarios del absolutismo recuperaron el control del reino en 1823. De este modo, terminó el llamado Trienio liberal, cuya actividad reformadora – que incluyó una propuesta educativa, el primer código penal de España, desamortizaciones o la abolición del régimen señorial heredado del medievo - estuvo muy limitada por la nula colaboración del rey, la falta creciente de apoyo popular y la división interna.

A partir de este momento, regresó la monarquía absoluta y se retrocedió a 1819, dando inicio a la conocida como Década Ominosa, la última fase del reinado de Fernando VII. La construcción de un estado liberal, alejado de la tradición absolutista, no comenzó hasta después de su muerte, en 1833.

Rafael del Riego conducido a la cárcel de La Carolina @ Lit. de J. Donon. Wikimedia Commons. Dominio Público.

 

Bibliografía

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