Abro los ojos.
Y los vuelvo a cerrar.
Quedan exactamente dos segundos para que los faros alumbren mi cuerpo. El asfalto sigue acoplado a mi espalda. No tengo miedo.
Noto mis pies llagados dentro de mis zapatillas. La boca seca, con sabor a frustración. Los ojos irritados y huérfanos. Los labios rotos. Las manos sin nada que agarrar, que tocar, que explorar.
¿Ha sido real? No tengo ni la menor idea. ¿Ha sido verdad? Para eso sí que tengo respuesta. Sonrío. Estoy de vuelta, he aterrizado en el punto en el que comenzó todo. Donde arranco y freno; donde tomo mis decisiones. Todas malas, si te interesa. O quizás no. Estoy aquí ¿no es cierto?
He desembarcado en el núcleo. Desde aquí puedo viajar a donde yo quiera, sin maletas, sin burocracias. Solo yo.
Abro los ojos.
Solo queda un segundo.
Tres.
Dos.
Uno.
Antes de que los focos me cacen, me elevo y desaparezco en la oscuridad del arcén.
O, quizás, nunca estuve allí.
Cierro los ojos.