Tercera parte del relato conjunto creado a partir de las votaciones de los lectores/as a través de las historias de Instagram. Es el resultado de las opiniones de más de doscientas personas. ¡Aquí tienes el desenlace!
Aquella sensación de peligro no me abandonó en toda la noche. No pude cerrar los ojos ni relajarme. Era imposible. Una y otra vez, veía el cuerpo sin vida de aquel vecino. También imaginaba historias plausibles que explicaran el porqué de aquellos gritos, de la zapatilla ensangrentada, de las amenazas.
Sin ser muy consciente, debido al cansancio, tomé la determinación de marchar al pueblo por la mañana para tratar de buscar un punto con cobertura. Aunque me habían exigido silencio, en aquella nota, tenía que contactar, al menos, con alguien de mi familia, con mi compañera de trabajo o con alguna persona que estuviera cerca y pudiera ayudarme.
Después de ducharme y tomar un café cargado, cogí mi bolso y salí de la casa. Sin embargo, antes de ser capaz de empezar el recorrido hacia las calles de San Martín de Ampurias, me topé con una presencia inesperada: un policía se disponía a llamar al timbre. Quería hablar conmigo. Me extrañé, pues apenas llevaba un par de días por la zona. Pero, en el fondo, me proporcionó cierto sosiego. Su forma de dirigirse a mí, no obstante, me arrebató la paz y me devolvió a la incertidumbre. Sus interrogantes sobre los motivos de mi llegada, el mismo día en que una mujer había desaparecido, me hicieron llegar a la conclusión de que sospechaban de mí.

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El agente me preguntó dónde había estado la noche del sábado, casi me pidió una coartada, un relato claro de mis pasos y actos esa velada. Le dije que había estado en mi vivienda todo el tiempo, bebiendo vino y desconectando de las clases. No dije nada más. El policía pareció contentarse y me dejó ir, tras afirmar que, quizás, volverían a visitarme a lo largo del día.
Asentí y marché al pueblo. Allí, recorrí las callejas en busca de cobertura. Pronto la hallé. Quería hablar con mis padres. Se habían ido a pasar las vacaciones al Pirineo, pero deseé que descolgaran. De pronto, antes de ser capaz de marcar la totalidad de los dígitos, me fijé en que unos carteles, distribuidos por farolas y paredes del pueblo, habían pasado desapercibidos para mí. En ellos, se distinguía la imagen de una mujer, algo más mayor que yo. Su nombre era Clara. Era una de las arqueólogas que trabajaban en las excavaciones de las ruinas de Ampurias. Llevaba desaparecida desde el viernes. Era la mujer a la que buscaba la policía.

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Empecé a respirar con dificultad. Un ataque de pánico congeló mis dedos y anuló mi capacidad para tomar decisiones racionales. Guardé el móvil y corrí hacia la casa. Tenía que salir de allí cuanto antes. Había sido testigo de un secuestro o un ataque. Vendrían a buscarme, sabían quién era. ¿Y si, en un par de días, era mi foto la que colgaba de los postes del tendido eléctrico? Alcancé todas mis pertenencias y fui llenando aquella bolsa que había preparado con prisas.
Sin embargo, al fijarme en la mesilla de noche, vi cómo uno de los marcos de fotos estaba tumbado. Me acerqué y descubrí una instantánea en la que una familia sonreía. Sí, aquella mujer quizás también tenía seres queridos ansiando su regreso. ¿Y si necesitaba mi ayuda? ¿Y si mi cobardía era su sentencia de muerte? Movida por aquel vaivén de reacciones encadenadas y una pizca de compasión, opté por volver a la casa vecina.
La adrenalina, las ganas de salvar a esa mujer, me llevaron a saltar la valla y a forzar la cerradura. Parecía una auténtica criminal. Entré en el recibidor. Un silencio desconcertante inundaba cada metro. No había muebles al uso en aquella vivienda aparentemente abandonada. Estaba repleta de objetos antiguos, ordenados y clasificados. Amontonados, en ciertos casos. Analicé algunos con cautela.
Yo era profesora de Música, así que no era mi especialidad, pero enseguida identifiqué lo que eran: restos griegos y romanos. Parecían robados. Supuse que pertenecían a la colección extraída de las ruinas. Quise continuar avanzando, pero, entonces, sentí que dos personas me sujetaban de los brazos. Una tercera me golpeó en la cabeza y perdí el conocimiento.

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Me desperté en una habitación vacía que, imaginé, pertenecía a la casa. Estaba maniatada y amordazada en una silla de madera que ocupaba la posición central en el espacio. Rápidamente inspeccioné, con la vista, lo que estaba alrededor y mi atención quedó secuestrada por un charco de sangre que arrojaba pocas dudas sobre el estado de la persona herida. Empecé a gritar. Tenía muchísimo miedo. En medio del terror que se adueñó de mi cuerpo, la puerta de la sala se abrió. Tres personas entraron. Una de ellas estaba armada. Revisé sus caras, a priori desconocidas, y, de golpe, reconocí una de ellas: era el policía con el que había estado hablando.
-Si no dejas de gritar, tendré que volver a dejarte inconsciente.- aseguró.
Me callé, asumiendo que mis ojos serían mi única vía de comunicación en aquella charla.
-Creo que fuimos bastante claros con el mensaje. Te dimos la oportunidad de estar quieta y la has desaprovechado. Estás aquí porque, en esta casa, no dejamos que entren intrusos. Y porque has visto y oído demasiado. No nos importaba que hubieras creído escuchar gritos o que hubieras creído ver un cadáver en tu habitación. ¿Sabes? Hace dos días maté a esa arqueóloga por meter sus narices donde no debía: “Han desaparecido piezas del laboratorio” “Creo que alguien se ha colado en el museo”… – la imitó.- Ella también vino aquí. No me apetecía más sangre, de verdad. Pero está claro que no me dejas opción.
Me apuntó con la pistola en la cabeza y empecé a hiperventilar, a sollozar.

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-A no ser que…- se quedó pensativo.-Eres valiente. Quizás quieras formar parte del plan, colaborar. Ser cómplice y cerrar tu boca. Pero exige discreción y pocos escrúpulos…
Asentí enérgicamente. Prometí unirme, ser una más, ocultar toda esa información, olvidar lo que había visto y oído. Aquel hombre soltó una carcajada que me dejó sin habla. Ordenó a otro que me quitara la mordaza.
-Les juro que no diré nada.
-¿Y cómo puedo creerte? – me preguntó.
-Volveré a mi casa. No soy de aquí, puedo volver y no decir nada. Haré lo que me pidan, de ver…
La bala salió de la pistola directa a mi frente. ¿Por qué asumir el riesgo de tenerme como cómplice si podían borrarme del mapa? Mis palabras quedaron suspendidas en el aire. Nadie las escuchó. Y, como había temido la mañana del día de mi asesinato, mi fotografía se sumó a la de Clara en las paredes y farolas de aquel pueblecito costero en el que se escondían las retorcidas sombras de la codicia de aquella organización que se dedicaba a traficar con la Historia y el arte.
Esos hombres abandonaron su guarida esa misma tarde y desaparecieron con todas las pruebas. No se encontró mi cuerpo. No hallaron mis pertenencias en ningún lado. Me había esfumado. Y mi mirada se fue desdibujando sobre el papel, por las gotas de lluvia, hasta que me convertí en un recuerdo, en un misterio jamás resuelto a orillas del Mediterráneo.

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Fin
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