Segunda parte del relato conjunto creado a partir de las votaciones de los lectores/as a través de las historias de Instagram. Es el resultado de las opiniones de más de doscientas personas. ¡Aquí tienes la continuación!
Me instalé en el dormitorio principal, con permiso de mi compañera de trabajo. La cama era tan mullida que un sueño profundo me secuestró hasta que el sol traspasó, con intensidad, las cortinas azules. Cuando recuperé el conocimiento, me asomé al jardín. El mar se veía a lo lejos, en calma. Sin embargo, la brisa fresca me disuadió de ir a la playa en aquel primer día de vacaciones, así que me duché, me vestí y decidí ir a dar un paseo por el pueblo. Callecitas escarpadas, asentadas en calzadas de piedra y rodeadas por la muralla medieval, trazaron mi trayectoria sin remedio. Entré en la iglesia de San Martín, donde me resguardé del creciente calor del mediodía.

San Martín de Ampurias_Eugenio Mondejar (Pinterest)
Después admiré las ruinas del castillo, recorrí la plaza mayor y me perdí en la histórica fisonomía de aquel pequeño pueblo. Tras hacerme con lo necesario para comer y vivir unos días en la casita que me habían prestado, me retiré al interior de la misma. Me serví una copa de vino blanco y me senté en una de las sillas de mimbre del jardín. Cené y me fui a dormir. Quería descansar para levantarme temprano y poder visitar las ruinas al día siguiente.
Creer que mi sueño iba a ser tan profundo como la noche anterior fue un auténtico error. A eso de las tres de la madrugada, un grito desgarrador se coló en mi mente. Al principio, lo confundí con mi imaginación. Pero su repetición, sumado a peticiones ahogadas de ayuda, me devolvió al mundo real. Me incorporé y me acerqué a las cortinas azules que separaban mi tranquilidad del resto del universo. Parecía que el ruido, los gritos de auxilio, venían de fuera, pero no estaban muy lejos. Me calcé y salí al jardín. Después de un momento de confusión, un último chillido – más escalofriante que todos los anteriores- inundó la oscuridad de aquella noche primaveral. Agudicé el oído y llegué a la conclusión de que procedía de dos casas a la izquierda de la mía.

Patricia Alexandre en Pixabay
Quise olvidar lo ocurrido, pero no pude. No pegué ojo. A las diez y media de la mañana, ya estaba duchada y vestida. Dispuesta a marchar a las ruinas. Pero algo en mí era incapaz de mostrarse impasible ante lo que había oído. A riesgo de inmiscuirme en asuntos que no admitían que husmeara, salí de la villa y comencé a caminar en dirección a aquella vivienda vecina. Nada más alcanzar la valla que la protegía de los curiosos – como yo-, fui testigo de la intensa quietud que la rodeaba. Repasé con los ojos su amplio porche, su viejo tejado, las flores marchitas de su jardín, la contraventana rota de la segunda planta…
Entonces, junto al sendero que comunicaba con la puerta principal, a solo unos centímetros de la verja, identifiqué una zapatilla abandonada a su suerte. La alcancé como pude, colando mi brazo entre dos barrotes oxidados. Cuando la tuve entre mis manos, me percaté de que, a diferencia del conjunto arquitectónico que tenía ante mí, aquel calzado era moderno. Me fijé mejor. Varias motas de sangre decoraban uno de los cordones. ¿Quería decir que alguien había sido atacado en aquella casa? ¿Quizás uno de sus inquilinos?

Frank Winkler en Pixabay
– Señorita, señorita.- me llamó una voz desde la otra acera de la calle.
Me di la vuelta.
-Buenos días.- saludé.
Era un hombre. Por su apariencia, superaba los setenta años. Llevaba un sombrero de paja, que ocultaba parcialmente su rostro. Dio varios pasos al frente hasta acercarse a mí.
-¿Quién es usted? ¿Qué hacía con la mano por el otro lado de la valla?
-Oh, nada, nada. He venido a pasar unos días al pueblo, por vacaciones. Solo estaba dando una vuelta por el vecindario.
–Aquí no nos gusta que los turistas fisgoneen. No da buena impresión.- me advirtió.
-Tiene toda la razón. Solo es…- me detuve.- ¿Sabe usted a quién pertenece esta casa? Escuché voces ayer y me preocupé. He encontrado esta zapatilla. Parece que está ensangrentada. Quizás debería llamar a la policía…
El parroquiano me arrebató la prueba de las manos.
-Déjeme ver.- analizó el calzado.- Lo que sospechaba…Será de algún crío que ha decidido incordiar y hacer vandalismo. Yo la llevaré a la comisaría. Tengo experiencia en denunciar este tipo de gamberradas.
-Pero…-intenté.- ¿No sería mejor avisar a los dueños? – pregunté, señalando la vivienda.
-Sí, sí. Pero, señorita, esa casa no tiene dueños. Nadie se hospeda allí desde hace más de diez años. En fin, tenga buen día.
Al tiempo que aquel hombre se alejaba con la zapatilla, yo lo observaba con detenimiento. ¿De dónde había salido? ¿Por qué desconfiaba de mí? Algo en sus formas no me convenció en absoluto. Intenté forzar la puerta de la verja para colarme, pero desistí al cuarto intento. Así, opté por marchar a las ruinas y distraerme.

Ampurias_Tripadvisor (Pinterest)
Después de un intenso día descubriendo los resquicios de la cultura griega y romana, regresé a la casa. Me descalcé y volví a servirme una copa de vino. Estaba agotada. Quería llamar a mi hermana para contarle todo lo que había visto. Habíamos visitado las ruinas de pequeñas, pero había confirmado que muchos detalles se habían difuminado con el tiempo. Quería rememorarlo con ella. Sin embargo, antes de ser capaz de alcanzar el bolso, vi que, sobre el aparador de la entrada, había una nota. La alcancé y leí:
«Si habla, será la siguiente»
Me quedé muda. Temblando, dejé el mensaje donde lo había encontrado y empecé a recorrer toda la casa. Quería asegurarme de que no había nadie dentro. Pero la auténtica sorpresa llegó cuando, al abrir la puerta del dormitorio, encontré el cuerpo sin vida del vecino con el que había hablado aquella misma mañana.

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Corrí despavorida hacia el bolso y alcancé el móvil, al borde de un ataque de ansiedad. Quise llamar a la policía, pero, entonces, me percaté de que no tenía cobertura. Una tormenta eléctrica cogía fuerza por momentos en el exterior. Rugía el cielo. En la casa no había teléfono ni Internet. Ya me había avisado mi amiga. Quizás era lo mejor. La nota lo decía claramente: no podía decir nada si quería sobrevivir.
Un crujido interrumpió mi momento de colapso y terror. Reaccioné y pretendí seguirlo. Me llevó de vuelta a la habitación. El cadáver ya no estaba. Las puertas de los ventanales que daban al jardín estaban abiertas de par en par. Me asomé, desesperada. Una cortina de lluvia enturbió mi visión, pero supe que alguien acababa de marcharse. También tuve claro que regresaría.

Abel Escobar en Pixabay
Continuará…
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