Vestida con mis mejores galas, pero con las zapatillas embarradas de mis desastres pasados, me lanzo al asfalto. Doy una vuelta sobre mis pies y recojo las luces que el final del día está dejando escapar. El cielo es hermoso, pero tiene un cierto aire melancólico.
Desde el punto exacto en el que me encuentro soy capaz de cazar el horizonte con mi pupila descolorida de ilusiones. Quiero descansar, quiero respirar el viento contaminado de humanidad en medio de un camino grabado a fuego en tierra yerma.
Decido tumbarme lentamente. La rugosidad del pavimento, machacado de neumáticos anónimos, araña mi piel. Mis lunares se funden con la suciedad desteñida de ese manto grisáceo que habita a merced de los rayos de sol. Estiro las piernas y relajo las rodillas. Mi alma cede a la inmensidad del cielo y siento una leve convulsión, mezcolanza de pánico y admiración.
Arrastro mis manos y me aferro a la gravedad. Mis pulmones se hinchan. Después se deshacen en un suspiro relajado que me proporciona un minuto o dos más de maravillada existencia. Estoy en medio de una encrucijada, a la intemperie, sin seguro de vida, regalando mis vértebras a un suelo de hormigón que limita un campo marchito de cultivos y flores secas. Solo existe el amarillo, solo el dorado.
He visto hace un rato unos faros a lo lejos. No tardarán en alcanzarme, pero, para entonces, ya no estaré aquí. Me habré levantado. Solo necesito dos segundos más. Dos segundos descafeinados de impaciencia, de prisas, de relojes y necesidades. Respiro el aroma a plástico fundido y a gasolina. Cierro los ojos.