Serie «Escribiendo con canciones»
Este es el segundo de cuatro relatos cortos que he creado siguiendo una premisa muy concreta: escoger una canción y escribir la historia que viniera a mi cabeza al escucharla. Al inicio de cada texto, indicaré la melodía elegida para que, como yo, puedas reproducirla una y otra vez mientras descubres qué palabras fueron tejiéndose con ella. Es todo libre, así que no está vinculado con la letra ni con nada concreto. Solo con mis sensaciones. ¡Ojalá te guste!
Día inolvidable
Renglones que se hacen grandes por momentos. Una cabezadita que ignora el café que se acaba de tomar. Estudiar tiene un efecto curioso sobre ella. Abre los libros y, a cambio, obtiene una enorme cantidad de ideas sobre qué podría estar haciendo. A veces, lo hace con los ojos abiertos, que pintan sobre el escritorio su realidad escogida. Otras, los cierra para abstraerse de forma completa y, así, olvidarse del impuesto presente.

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Hoy tiene pocas ganas de memorizar, tiene demasiadas ganas de rebelarse e inventar. Así que se recuesta sobre un par de carpetas y se traslada a una enorme casa a orillas de Pacífico. Lleva unas gafas con forma de corazón y un sombrero de paja que ha encontrado en la habitación en la que ha amanecido. Tiene una cama redonda y varios flamencos pintados en la pared. Se desliza por las sábanas y recorre un pasillo lleno de retratos de desconocidos. Se mira en el espejo que han colgado torcido en el arranque de las escaleras y ve que tiene colgado del sombrero un girasol. Lo coge y empieza a mordisquear su tallo.

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Se siente en una especie de cápsula temporal que combina de forma grotesca la decoración setentera y algunos artículos salidos de los noventa. Todo rosa y amarillo. Y azul cielo también. Presiona el botón de encendido de un radiocasete abandonado en el recibidor y se mueve al son de una melodía que acompaña sus siguientes pasos. Está sola en ese paraíso, ubicado, según su imaginación, en el mismo Beverly Hills.
La piscina está fuera, rodeada de plantas exóticas que han sido presionadas para embellecer ese rincón. Se tira sobre una colchoneta con forma de rollo de canela gigante y toma el sol durante un rato. La canción se escucha como si estuvieran cantándosela al oído. Decide mover sus pies siguiendo el ritmo antes de tirarse al agua, con sombrero, gafas y girasol incluido.

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Se cuela en la cocina y acumula cuatro bolas de helado en un cuenco verde pistacho que ha encontrado en un armario. Alcanza una cuchara y, como si fuera Kevin en el hotel Plaza, se recuesta en el gigante chaise-longue y engulle mientras ve una película de dibujos animados.
Al atardecer, sube al cuarto en el que ha comenzado su sueño y abre las puertas de un ropero en el que solo hay disfraces. Escoge uno de buzo. Con las aletas puestas, avanza a contracorriente por la casa, que ahora huele a algodón de azúcar. Cruza el jardín y sale por la puerta trasera a una playa en la que el Pacífico y sus colores que tragan todo pensamiento plomizo. Da saltos de felicidad mientras se prepara para dejarse llevar por las olas un rato.

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Se tumba sobre el agua y relaja todas sus articulaciones. Entonces, se da cuenta de que, del cielo, empiezan a caer pétalos de flor. El olor de una barbacoa, el bullicio de unos invitados desconocidos la invitan a abandonar el océano y a regresar a la casa. Así lo hace. El jardín está repleto de amigos y extraños. Sigue sonando esa música. Ahora huele a café.
Un momento. ¿Café?
El café que ha obviado en su trance ha empapado todos los apuntes. Reacciona rápido. Ha vuelto a la biblioteca. Aunque vuelve a sentir el aroma a algodón de azúcar. Quizás, pueda regresar, solo unos minutos más…

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